encuentra.com
24 abril, 2016
Vivimos
normalmente un determinado número de años, habiendo sufrido, como todo
mundo, algunas enfermedades pasajeras. Pero un buen día, descubrimos con
pena que tenemos cáncer y ese cuerpo tan fiel, tan duradero, tan útil,
se nos empieza a desmoronar irremediablemente. Y después de muchos o
pocos cuidados, en un plazo más o menos corto, morimos.
O
bien puede suceder que estando perfectamente sanos, caemos fulminados
por un paro cardíaco o perecemos víctimas de un accidente fatal.
La
muerte es el trance definitivo de la vida. Ante ella cobra todo su
realismo la debilidad e impotencia del hombre. Es un momento sin trampa.
Cuando alguien ha muerto, queda el despojo de un difunto: un cadáver.
Esta
situación provoca en los familiares y la comunidad cristiana un clima
muy complejo. El cuerpo del muerto genera preguntas, cuestiones
insoportables. Nos enfrenta ante el sentido de la vida y de todo, causa
un dolor agudo ante la separación y el aniquilamiento. Todo el que haya
contemplado la dramática inmovilidad de un cadáver no necesita
definiciones de diccionario para constatar que la muerte es algo
terrible.
Ese
ser querido, del que tantos recuerdos tenemos, que entrelazó su vida
con la nuestra, es ahora un objeto, una cosa que hay que quitar de en
medio, porque a la muerte sigue la descomposición. Hay que enterrarlo. Y
después del funeral, al retirarnos de la tumba, vamos pensando con Becquer: ¡Qué solos y tristes se quedan los muertos!”.
¿Qué es la muerte?
La
definición dada por un diccionario muy en boga es:”La cesación
definitiva de la vida”. Y define la vida como “el resultado del juego de
los órganos, que concurre al desarrollo y conservación del sujeto”.
Habrá
que reconocer que estas u otras definiciones tanto de la vida como de
la muerte, no expresan toda la belleza de la primera y todo el horror de
la segunda.
La
muerte es trágica. El hombre, que es un ser viviente, se topa con la
muerte, que es la contradicción de todo lo que un ser humano anhela:
proyectos, futuro, esperanzas, ilusiones, perspectivas y magníficas
realidades.
Actitud instintiva ante la muerte
No
es de extrañar, pues, el horror a la muerte. Y no tan solo al
misterioso momento de la “cesación de la vida”, sino tal vez más, al
proceso doloroso que nos lleve a la muerte.
Tenemos
el maravilloso instinto de conservación que nos hace defender y luchar
por la vida. Sabemos que la vida es un don formidable y la humanidad ama
la vida, propaga la vida, defiende la vida, prolonga la vida y odia la
muerte. En muchos casos luchamos por la vida aunque ésta sea un
verdadero infierno.
Si
hay personas que en el colmo de la desesperanza recurren al suicidio,
lo normal es que no queremos morir y estamos dispuestos a pasar por
todos los sufrimientos y a gastar toda nuestra fortuna para curar a un
enfermo. Le peleamos a la muerte un ser querido a costa de lo que sea,
de vez en cuando hasta en contra de la voluntad del interesado. ¡La vida
es la vida!
Gracias
a los progresos de la ciencia y la tecnología, podemos ahora recurrir a
métodos sensacionales en la lucha contra la muerte.
Ejemplo
formidable de ello es el trasplante de órganos, incluido el corazón.
Por desgracia, en algunas ocasiones, esa lucha no es en realidad
prolongación de la vida, sino de una dolorosa agonía sin sentido. Nos
sentimos obligados a sacar del cuerpo del enfermo agonizante, hasta el
último latido de un corazón que por sí solo se detendría, totalmente
agotado.
Triste
espectáculo el ver a nuestros ser querido lleno de tubos por todos
lados y rodeado de sofisticados aparatos en una sala de terapia
intensiva. No nos resignamos a dejarlo morir.
La muerte digna
Se
plantea ahora la cuestión del derecho a una “muerte digna”. Debemos
entender por esto el derecho que tiene la persona a decidir por sí misma
el tratamiento a su enfermedad. Cuando el cuerpo ya ha cumplido su
ciclo normal de vida, no hay obligación de recurrir “a métodos
extraordinarios” para prolongar la vida, según lo define la Iglesia. El
enfermo tiene derecho de pedir que lo dejen morir en paz.
Puede
llegar el momento en que no sea justo mantener artificialmente viva a
una persona, a costa de la misma persona. Los sufrimientos de una agonía
prolongada por una idea equivocada de lo que es la vida o lo que es la
muerte, no tienen sentido.
Pero
una cosa es prescindir de aquellos métodos extraordinarios y otra es la
de provocar la muerte positivamente, crimen que es llamado eutanasia.
Tampoco podemos llamar “muerte digna” al suicidio. Ni estamos obligados a
posponer dolorosamente el momento de la muerte, ni podemos provocarla.
¿Sabemos algo del mas allá?
Desde
que el hombre es hombre, ha tenido la intuición de que la vida, de
alguna manera, no termina con la muerte. Los más antiguos testimonios
arqueológicos de la humanidad son precisamente las tumbas, en las cuales podemos descubrir la idea que las diferentes culturas tenían del más allá.
Del
mismo modo, el hombre siempre ha intentado de mil maneras, entrar en
contacto con los difuntos. Diversas clases de espiritismo, apariciones,
fantasmas, ánimas en pena, han sido un vano y supersticioso intento de
trasponer los dinteles de la muerte y saber algo del más allá.
¡Cuántas
teorías ha inventado el hombre! ¡Cuántos experimentos ha hecho!
Proliferan libros, novelas y revistas desde las más inocentes hasta las
más terroríficas, pasando por la ciencia-ficción que aparentando solidez
científica, no hace sino descubrir su falsedad.
La
realidad es que nuestros esfuerzos por investigar lo que sucede después
de la muerte son por demás frustrantes. Podemos decir que todo queda en
especulaciones, algunas totalmente equivocadas o fraudulentas, que no
explican nada ni consuelan a nadie. No sabemos prácticamente nada.
Una luz en las tinieblas
Sin
embargo nuestro Creador, profundo conocedor de nuestra naturaleza
humana, no podía habernos dejado en completas tinieblas acerca de un
asunto tan inquietante e importante como es la muerte y lo que sucede en
el más allá.
En su inmenso amor por la humanidad, nos envió a Su Hijo Unigénito, su Segunda Persona Divina, como Luz del Mundo.
En
Jesucristo Nuestro Señor todas las tinieblas quedan disipadas. Su
infinita sabiduría nos ilumina hasta donde Él quiso que viéramos: “Yo
soy la Luz del Mundo. Quien me sigue no andará en tinieblas”.
Somos inmortales
Toda
la Sagrada Escritura nos enseña, pero especialmente el Nuevo Testamento
nos descubre el sentido de la vida y de la muerte y nos hace atisbar lo
que Dios tiene preparado para nosotros en la eternidad.
Lo
primero que debería asombrarnos es que Dios, el eterno por antonomasia
haya querido compartir nuestra naturaleza humana hasta el grado de
sufrir El también la muerte.
Jesucristo
no vino a suprimir la muerte sino a morir por nosotros. “Se hizo
obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil.2:8). El misterio de la
Cruz nos enseña hasta qué punto el pecado es enemigo de la humanidad ya
que se ensañó hasta en la humanidad santísima del Verbo Encarnado.
En su vida pública, el Señor Jesús se refirió de muchas maneras al momento de la muerte y su tremenda importancia.
En
aquella ocasión en que los Saduceos, que ni creían en la otra vida, le
preguntaron maliciosamente de quién sería una mujer que había tenido
siete maridos cuando ésta muriera,
Jesús les contestó: “En este mundo los hombres y las mujeres se casan,
Pero los que sean juzgados dignos de entrar al otro mundo y de resucitar
de entre los muertos, ya no se casarán. Sepan además que no pueden
morir, porque son semejantes a los ángeles. Y son hijos de Dios, pues El
los ha resucitado” (Lc,20:34-36)
Cuando
murió su amigo Lázaro, ante la profesión de fe de Marta, el Señor dijo:
“Yo soy la Resurrección. El que cree en Mí, aunque muera vivirá. El que
vive por la fe en M í, no morirá para siempre” (Jn. l1:25)
Hay
que tener en cuenta que cuando Jesucristo habla de la vida, en
ocasiones se refiere explícitamente a la vida del cuerpo, que promete
será restituida con la resurrección de la carne: “No se asombren de
esto: llega la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán mi
voz. Los que hicieron el bien, resucitarán para la vida; pero los que
obraron el mal, resucitarán para la condenación” (Jn.5:29).
En
otras ocasiones, en cambio, se está refiriendo a la Vida de la Gracia o
sea a la participación de su propia Vida Divina que nos comunica por
amor.
Ejemplo
de esto es el sublime discurso del “Pan de Vida “que San Juan nos
transcribe en su capítulo sexto: “yo soy el Pan vivo bajado del Cielo;
el que coma de este Pan, vivirá para siempre” (Jn.6:51). Y más adelante,
en el versículo 54 nos hace esta maravillosa promesa: “El que come mi
carne y bebe mi sangre, vive de la vida eterna y yo lo resucitaré en el
último día”.
Muerte y Resurrección
Así,
el cristiano sabe que la muerte no solamente no es el fin, sino que por
el contrario es el principio de la verdadera vida, la vida eterna.
En
cierta manera, desde que por los Sacramentos gozamos de la Vida Divina
en esta tierra, estamos viviendo ya la vida eterna. Nuestro cuerpo
tendrá que rendir su tributo a la madre tierra, de la cual salimos, por
causa del pecado, pero la Vida Divina de la que ya gozamos, es por
definición eterna como eterno es Dios.
Llevamos
en nuestro cuerpo la sentencia de muerte debida al pecado, pero nuestra
alma ya está en la eternidad y al final, hasta este cuerpo de pecado
resucitará para la eternidad. San Pablo (Rom.8:11) lo expresa
magníficamente:
“Mas
ustedes no son de la carne, sino del Espíritu, pues el Espíritu de Dios
habita en ustedes. El que no tuviera el Espíritu de Cristo, no sería de
Cristo. En cambio, si Cristo está en ustedes, aunque el cuerpo vaya a
la muerte a consecuencia del pecado, el espíritu vive por estar en
Gracia de Dios. Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Cristo de entre
los muertos está en ustedes, el que resucitó a Jesús de entre los
muertos dará también vida a sus cuerpos mortales; lo hará por medio de
su Espíritu, que ya habita en ustedes”.
El
cristiano iluminado por la fe, ve pues la muerte con ojos muy distintos
de los del mundo. Si sabemos lo que nos espera una vez transpuesto el
umbral de la muerte, puede ésta llegar a hacerse deseable.
El
mismo San Pablo, enamorado del Señor, se queja “del cuerpo de pecado”
pidiendo ser liberado ya de él. “Para mí la vida es Cristo y la muerte
ganancia” (Fip.1:21) “Cuando se manifieste el que es nuestra vida,
Cristo, ustedes también estarán en gloria y vendrán a la luz con El”
(Col.3,4).
El cielo
Por
desgracia somos tan carnales, tan terrenales, que nos aferramos a esta
vida. Después de todo, es lo único que conocemos, lo único que hemos
experimentado.
A
partir del uso de la razón, aprendemos a discernir entre las cosas
buenas de la vida y las malas, entre lo bello y lo feo, entre lo
placentero y lo desagradable. Y trabajamos arduamente para obtener de la
vida lo mejor para nosotros. Todos los afanes del hombre están
motivados para acomodarnos en la tierra lo mejor que podamos.
No
podernos negar que la vida puede ofrecernos cosas preciosas. Gozar de
la belleza del mundo prodigioso, abrir los sentidos al cosmos entero, la
inteligencia a los secretos que la materia encierra, aprender a amar y
ser amados, crear obras de arte, terminar bien un trabajo, ver el fruto
de nuestros afanes, tener lo que llamamos “satisfactores” por que precisamente satisfacen nuestros gustos, conocer otras culturas, leer un buen libro, etc…
No
es fácil relativizar todo ello o restarle importancia. Nuestros
parientes y amigos, nuestras posesiones, nuestros proyectos, son todo lo
que tenemos y por lo que hemos trabajado toda la vida. Nos hemos
gastado en ello, invirtiendo todas nuestras fuerzas.
Y
por ello, ni pensamos en la otra vida. Ni en el Cielo ni el Infierno.
Ni el Cielo nos atrae, ni el Infierno nos asusta. Vivimos inmersos en el
tiempo, como si fueramos
inmortales. Hablar de Cielo o de Infierno hasta puede parecer ridículo.
¡Y sin embargo es, una cosa u otra, nuestro destino ineludible!
No
es el objeto de este Folleto hablar del Infierno, que hemos tratado en
el Folleto EVC No. 58 sino de abrir los corazones, pero no podemos dejar
de recomendar el No.272 “El Cielo”, en que la EVC reproduce una
magistral conferencia dictada por el Padre Monsabré.
Podemos
decir que todos los goces o todas las penas de esta vida temporal, no
tienen tanta importancia, no son para tanto. San Pablo, que fue
arrebatado en éxtasis para tener un atisbo de los que nos espera, no
puede describir con palabras humanas su experiencia: “Ni el ojo vio, ni
el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios tiene preparado
para los que le aman” (1 Cor.2:9). Y en 11 Cor.
12:4, nos confía que arrebatado al paraíso, donde oyó palabras que no
se pueden decir; son cosas que el hombre no sabría expresar”.
Ante lo efímero de los goces o sufrimientos de esta vida, el mismo Apóstol nos recomienda en la carta a los Colosenses :
3:1-4, “Busquen las cosas de arriba, donde se encuentra Cristo; piensen en las cosas de arriba, no en las de la tierra”
El camino y la meta
Esta
manera de pensar puede ser comparada con un viaje: por encantador que
sea el paisaje del camino eso no es lo importante, sino el llegar al
lugar de destino. Sería una torpeza desear que el camino nunca terminara
y olvidar que al fin de éste, nos esperan por ejemplo, unas vacaciones
deliciosas a la orilla del mar.
Podría
existir la posibilidad de que cambiáramos de opinión y decidiéramos
detenernos en un lugar más hermoso que el mismo fin planeado
anteriormente. Pero en la vida esto no puede suceder: vamos a la muerte
indefectiblemente; no podemos detener el tiempo, no podemos “cambiar los
planes”. Y si avanzamos fatalmente al fin del viaje, es de sabios fijar
nuestra vista en lo que nos puede esperar.
Podría
alguien decir que pensar “en las cosas de arriba” como nos aconseja el
Apóstol, va en detrimento del progreso de la humanidad y del desarrollo
de todas las posibilidades del ser humano. Por eso dijo Marx que la
religión era el opio de los pueblos. Y no le faltaba razón al estudiar
ciertas religiones, sobre todo orientales, en las que parece que todo el
esfuerzo humano radica en fugarse de la realidad cotidiana.
El
cristianismo no cae en esa posición. La historia lo demuestra
ampliamente al comprobar cómo ha sido precisamente en los países
cristianos en donde se han dado los más grandes pasos en el bienestar
del ser humano.
El
peligro no radica tanto en ’fugarse” sino por el contrario en aferrarse
en lo temporal, perdiendo de vista lo eterno. El auténtico seguidor de
Jesucristo, al mismo tiempo que trabaja por hacer este mundo más
habitable, no pierde de vista sin embargo, que esto no es sino el camino
a la felicidad eterna y sin límites que Dios nos promete.
Vivimos
con los pies bien asentados en la tierra, pero con el anhelo de obtener
al fin de nuestros días, la corona de gloria eterna.
Envejecer es maravilloso
El
instinto de conservación y la falta de fe, nos hacen tener horror al
envejecimiento irremediable. Hemos hecho de la juventud un mito.
“Juventud, divino tesoro” dijo el poeta, y perder la juventud lo
consideramos un drama.
Da
pena ver a personas maduras y post-maduras, intentar defenderse de la
calvicie, de las canas, de las arrugas… No logran, por supuesto, engañar
a nadie y menos detener el tiempo.
Todas
las operaciones de cirugía plástica que sufren, ni preservan la belleza
juvenil, ni restan un sólo día a su avanzada edad. Todos esos intentos
vanos por beber en la fuente de la eterna juventud, no hacen sino
evidenciar que hemos perdido el sentido de la vida y de la muerte.
La
edad no solamente nos hace poner en su justa medida las cosas
temporales (cosa que los jóvenes no han aprendido todavía) sino que nos
acercan más y más a Dios, nuestro último fin. Los ancianos llevan
ventaja a los muchachos. Ya van llegando a su realización plena, van
llegando a la meta.
El
gran San Pablo nos escribe: “Por eso no nos desanimamos. Al contrario,
mientras nuestro exterior se va destruyendo, nuestro hombre interior se
va renovando día a día. La prueba ligera y que pronto pasa, nos prepara
para la eternidad una riqueza de gloria tan grande que no se puede
comparar. Nosotros, pues, no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo
invisible, ya que las cosas visibles duran un momento y las invisibles
son para siempre.” (II Cor.4:16-18)
Y
no es que nos resignemos mansamente a lo inevitable. Es por el
contrario la conciencia jubilosa de que estamos siendo llamados por
Dios.
Las
canas y arrugas son los signos de este gozoso llamado. Y las
enfermedades y achaques nos dicen lo mismo: la meta está ya cerca.
Pronto verás a Dios.
El
gran San Ignacio de Antioquía, anciano y camino al martirio, avanza
gozoso al encuentro con Dios y escribe a los romanos: “Mi amor está
crucificado y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos;
únicamente siento en mi interior la voz de una agua viva que me habla y
me dice:\\’ Ven al Padre. No encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo”.
¡Qué
maravilla llegar a comprender que la muerte es el inicio de la
verdadera vida y que todo esto no ha sido sino un ensayo, un camino, una
invitación!
La liturgia de los difuntos
La
reforma litúrgica implementada a raíz del Concilio Vaticano II, ha
puesto empeño en hacer resaltar los aspectos positivos del trance de la
muerte. Lo primero que nos llama la atención es el abandono de los
ornamentos color negro en las Misas de Difuntos, por ser el negro signo
de duelo sin asomo de consuelo ni esperanza.
Sin
ignorar el aspecto trágico de la muerte, lo que sería una falacia, el
Ritual de Sacramentos en la introducción a las Exequias acentúa la
esperanza del creyente. “A pesar de todo, la comunidad celebra la muerte
con esperanza. El creyente, contra toda evidencia, muere confiado: “En
tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc.23:26)
En medio del enigma y la realidad tremenda de la muerte, se celebra la fe en el Dios que salva”.
“En
el corazón de la muerte, la iglesia proclama su esperanza en la
resurrección. Mientras toda imaginación fracasa, ante la muerte, la
iglesia afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino
feliz. La muerte corporal será vencida.”
“En
la celebración de la muerte, la iglesia festeja “el misterio pascual”
con el que el difunto ha vivido identificado, afirmando así la esperanza
de la vida recibida en el Bautismo, de la comunión plena con Dios y con
los hombres honrados y justos y, en consecuencia, la posesión de la
bienaventuranza”
En
un equilibrio notable entre las realidades temporales como son el
pecado y la muerte, en la Oración Colecta de la Misa de Difuntos,
asegura la acción salvadora de Jesucristo: “Dios, Padre Todopoderoso,
apoyados en nuestra fe, que proclama la muerte y resurrección de tu
Hijo, te pedimos que concedas a nuestro hermano N. que así como ha participado ya de la muerte de Cristo, llegue también a participar de la alegría de su gloriosa resurrección”.
Al
mismo tiempo que se ora por el difunto, pidiendo al Señor se digne
perdonar sus culpas, hay un grito de esperanza en la misericordia
infinita del Salvador.
En
la oración sobre las Ofrendas, queda expresado perfectamente este
sentimiento: “Te ofrecemos, Señor, este sacrificio de reconciliación por
nuestro hermano N. para que pueda encontrar como juez misericordioso a
tu hijo Jesucristo, a quien por medio de la fe reconoció siempre como su
Salvador”.
“La
muerte, es por tanto, un momento santo: el del amor perfecto, el de la
entrega total, en el cual, con Cristo y en Cristo, podemos plenamente
realizar la inocencia bautismal y volver a encontrar, más allá de los
siglos, la vida del Paraíso” (Romano Guardini)
La
mejor y más completa respuesta al problema de la muerte la encontramos
en los escritos de San Pablo. Recordemos la, magnífica frase: “Al fin de
los tiempos, la muerte quedará destruida para siempre, absorbida en la
victoria” (I Cor.15:26).
Con
el realismo que caracteriza a la Iglesia Católica, toda la liturgia de
Difuntos, ofrece a Dios sufragios por los muertos, sabiendo que todos,
en mayor o menor grado, hemos ofendido a Dios, pero con la plena
confianza en la infinita misericordia divina, que garantiza al final el
goce de la bienaventuranza. Por ello el libro del Apocalipsis nos
enseña: “Bienaventurados los que mueren en el Señor” (Ap.21:4).
Repetimos
una y otra vez al orar por los nuestros: “Dale Señor el descanso eterno
y brille para él la Luz Perpetua”. Descanso de las luchas y fatigas de
esta vida; luz para siempre, sin sombras de muerte, sin tinieblas de
angustias, dudas o ignorancias. La luz total de contemplar la gloria de
Dios en todo su esplendor, en la consumación del amor perfecto y eterno.
“La Muerte es la compañera del amor, la que abre la puerta y nos permite llegar a Aquel que amamos”.
San Agustín
“La Vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte para encontrarlo, la eternidad para poseerlo”.
FI. Novet
Artículo originalmente publicado por encuentra.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario