lunes, 9 de mayo de 2016

El más antiguo milagro eucarístico, visto por la ciencia moderna

EL MÁS ANTIGUO MILAGRO EUCARÍSTICO VISTO POR LA CIENCIA MODERNA

Stefanía Malasca
En HUMANITAS Nro.14


Carne y sangre. Verdadera carne y verdadera sangre humana. Pertenecen al mismo grupo sanguíneo: AB. En la carne están presentes, en sección, el miocardio, el endocardio, el nervio vago y, por el notable grosor del miocardio, el ventrículo cardíaco izquierdo: se trata, pues, de un corazón completo en su estructura esencial. En la sangre están presentes las proteínas normalmente fraccionadas con el mismo porcentaje que hallamos en el cuadro sero-proteico de la sangre fresca normal.

No es una lección de anatomía, sino el resultado de los análisis realizados en 1970 en dos reliquias eucarísticas conservadas en un cáliz y un ostensorio desde hace doce siglos en la antigua iglesia de san Francisco en Lanciano, en la región de Abruzzo (Italia). Y sin embargo, se trata de anatomía: Odoardo Linoli, jefe médico de los hospitales reunidos de Arezzo, docente de Anatomía, Histología patológica y Microscopía clínica, encargado de llevar los exámenes de las reliquias, no daba crédito cuando constató los resultados clínicos. No cabía ninguna duda: excluida la posibilidad de fraude “profide” en la antigüedad, aquella carne y aquella sangre, pese a haber sido dejadas en estado natural, sin ningún tipo de conservación o momificación durante doce siglos, y expuestas a la acción de agentes físicos, atmosféricos y biológicos, ¡presentan las mismas características de la carne y la sangre extraídas el mismo día a un ser vivo!
 
En las manos de un monje no muy anclado en la fe
El milagro eucarístico de Lanciano, que se remonta al siglo VIII, es el más antiguo de los milagros eucarísticos conocidos en el mundo. Desde entonces hasta hoy, los casos en que el pan y el vino consagrados se han demostrado también a los sentidos carne y sangre, son veinticinco. De estos veinticinco, diez se dieron en Italia, siete en España. Menos conocido que el de Bolsena de 1263 -tras el cual la Iglesia instituyó la fiesta del Corpus Christi-, el milagro de Lanciano es el más completo de todos, y el único que ha sido sometido a rigurosos análisis científicos. Ha llegado incluso a interesar al Consejo superior de la Organización Mundial de la Salud, que nombró una comisión específica para comprobar las conclusiones del médico de Arezzo. Los trabajos duraron quince meses, con un total de quinientos exámenes, y se publicaron en 1976 en Nueva York y Ginebra. Los análisis, que confirmaron y ampliaron las primeras conclusiones, fueron repetidos en 1980.
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Como en Bolsena, el milagro ocurrió en las manos de un sacerdote que durante la celebración de la misa dudaba de la presencia real de Jesucristo en la eucaristía.

 
La narración de lo ocurrido consta en un documento de 1631: “En esta ciudad de Lanciano, hacia el año 750 de Nuestro Señor, se halló, en el monasterio de San Legonziano, donde vivían monjes de san Basilio, hoy llamado de san Francisco, un monje que, no bien anclado en la fe, literato en las ciencias del mundo, pero ignorante en las de Dios, dudaba cada vez más de que en la hostia consagrada residiera el verdadero cuerpo de Cristo, y de que en el vino estuviera su verdadera sangre. Sin embargo, no abandonado por la divina gracia de la oración, constantemente rogaba a Dios que le arrancase del corazón esta llaga, que le estaba envenenando el alma. Cuando el benignísimo Dios, Padre de misericordia y de todo consuelo, se complació en sacarle de aquella brumosa oscuridad, le hizo la misma gracia a la que ya asistiera el apóstol Tomás”. Sigue diciendo el anónimo autor del texto: “Mientras una mañana, durante el sacrificio, tras proferir las santísimas palabras de la consagración, se hallaba inmerso como nunca en su antiguo error, vio convertirse el pan en carne y el vino en sangre. De tan estupendo y grandioso milagro se quedó aterrorizado y confuso; pero, al final, cediendo el temor a la alegría del espíritu que le llenaba los ojos y el alma, con rostro jocundo y bañado por las lágrimas, se volvió hacia los presentes y dijo: “Oh, dichosos asistentes, a quienes Dios Bendito, para confundir mi incredulidad, ha querido revelarse en este Santísimo Sacramento y hacerse visible a vuestros ojos. Venid, hermanos, y mirad a nuestro Dios que se ha acercado a nosotros. He aquí la carne y la sangre de nuestro amadísimo Jesús”.
 
No se conoce el nombre ni los demás datos del monje. Sólo sabemos que pertenecía a un modesto núcleo de monjes orientales basilianos que habían llegado a Lanciano como prófugos, tras el incremento del flujo migratorio de monjes orientales a Italia, en la época del emperador León III el Isáurico, bajo el cual, a partir del 726, se desencadenó con virulencia la lucha iconoclasta -la lucha contra el culto de las imágenes sagradas- que obligó a muchos monjes de Oriente al exilo. A estos monjes, el pueblo de Lanciano, como señal de hospitalidad, les entregó la pequeña iglesia de san Legonziano. Aquí fue donde, durante la celebración de la eucaristía en rito latino (el monje usaba, como los latinos, una hostia grande en forma redonda y no como los griegos, una hostia cuadrada, de pan fermentado) ocurrió el milagro. El documento de 1631 que reevoca los hechos acaecidos es el documento más antiguo sobre el milagro. Un antiquísimo códice de pergamino escrito en griego y latín, que contenía todo el episodio, fue robado durante el siglo XVI.
 
La conservación de las reliquias
Los monjes basilianos custodiaron las preciosas reliquias hasta el año 1176, en que pasaron a los benedictinos. En 1252, como en tantos otros monasterios de Italia, ocuparon el lugar de los benedictinos los franciscanos conventuales, que conservan aún hoy las reliquias. Los frailes franciscanos construyeron sobre la antigua iglesia de san Legonziano un nuevo santuario donde, en 1258, colocaron las reliquias eucarísticas. El milagro fue colocado, en un primer momento, en una capilla al lado del altar mayor, y desde 1902 se guarda tras el tabernáculo del altar monumental, que fue erigido por los lancianeses en el centro del presbiterio. La hostia, convertida en carne, como puede observarse hoy, conservada en un ostensorio de plata, tiene el tamaño de la hostia grande actualmente usada en la Iglesia latina. Es ligeramente oscura y se vuelve rosada si se observa en transparencia. El vino convertido en sangre, contenido en un cáliz de cristal, está coagulado en cinco glóbulos de diferente tamaño.
 
Durante los siglos las reliquias fueron objeto de gran devoción por parte del pueblo. Durante circunstancias especiales se llevaban en procesión por las calles de la ciudad. Fueron sometidas a cuatro reconocimientos eclesiásticos: en 1574, en 1637, en 1770 y en 1886. En el primero de estos reconocimientos ocurrió un fenómeno extraordinario. El testimonio lo ofrece un epígrafe que todavía puede leerse en la capilla que está a la derecha de la nave, donde durante tres siglos habían estado guardadas la carne y la sangre en una custodia de hierro forjado. En el epígrafe se lee: “La carne está todavía entera y la sangre dividida en cinco partes desiguales que pesan todas juntas lo mismo que cada una de ellas por separado”. ¿Qué había pasado? Durante aquel reconocimiento, tras el Concilio de Trento, que a diferencia del Concilio Lateranense IV de 1215, se había mostrado más tolerante frente a quienes hicieran propaganda de reliquias antiguas, el arzobispo Rodríguez quiso pesar ante las autoridades presentes la sangre coagulada y constató, ante el asombro de todos, que el peso total de los cinco glóbulos de sangre equivalía exactamente al peso de cada uno de ellos.
 
Una vez más, a once años de la clausura del Concilio de Trento, donde había habido una gran polémica sobre la cuestión de la transubstanciación, con el peso igual de los cinco coágulos de sangre de Lanciano, Jesús quiso dar una nueva señal de su presencia real en el misterio eucarístico: en cada gota de vino y cada trozo de hostia consagrados está presente todo su cuerpo y toda su sangre. Pero las “sorpresas” sobre el milagro eucarístico de Lanciano no terminan aquí. Tras el Concilio Vaticano II los franciscanos, para eliminar definitivamente cualquier duda, decidieron que había llegado el momento de someter al examen de la ciencia moderna las reliquias. De esta manera, en 1970 se lo encargaron a uno de los docentes de Anatomía más apreciados. El profesor Odoardo Linoli y su equipo comenzaron las pruebas en noviembre de aquel mismo año. La relación final fue redactada en marzo del 71. Los resultados fueron asombrosos. Aquellos fragmentos sacados del antiguo ostensorio resultaron ser no sólo tejido orgánico humano, sino que, por sus componentes miocárdicos, endocárdicos, vasculares, hemáticos y nerviosos, se estableció que se trataba de un corazón, un corazón completo. Al analizar el aspecto morfológico del mismo se nota que la hostia-carne está caracterizada por una amplia cavidad central. Los estudiosos concuerdan en considerar que esta cavidad se debe precisamente a la contracción del músculo cardíaco. Alrededor de la hostia-carne además se habían observado también minúsculos agujeros para el paso de clavos. Esto se explica porque el corazón, siendo un músculo, se contrajo en el rigor mortis, que interviene normalmente en el corazón del cadáver humano. Este rigor mortis hizo que el corazón se cerrara, por lo que los antiguos monjes, testigos del milagro, lo extendieron y lo clavaron en una tabla de madera. De este modo, el corazón que tenía que concentrarse de alguna manera en alguna dirección, al no poderlo hacer hacia el centro, se retrajo hacia la periferia. De todo ello se deduce que el corazón aparecido milagrosamente un lejano día del siglo VIII en el altar de una pequeña iglesia estaba vivo y, como tal, sujeto a la rigidez cadavérica.
 
Los exámenes realizados además en los fragmentos amarillo-marrón contenidos en un cáliz no sellado han demostrado su naturaleza hemática y su pertenencia al grupo sanguíneo AB, idéntico al del tejido cardíaco. Han comprobado además la presencia de los minerales normalmente presentes en la sangre humana, excluyendo la posibilidad de que se haya utilizado cualquier técnica de conservación. Pero hay más: la carne y la sangre están vivas. Se realizó, en efecto, un análisis de la sangre: la electrofóresis, que permite separar las proteínas en el suero fresco, siendo un examen que no puede realizarse con una muestra de sangre de tres o cuatro días, ya que daría resultados viciados. El análisis de la sangre de Lanciano dio un resultado normal, denunciando la presencia de todas las fracciones proteicas y en la cantidad normal de cualquier persona sana.
 
Este tejido orgánico y esta sangre habían respondido, pues, a todas las reacciones clínicas propias de los seres vivos.
“Nunca hubiera creído que iba a ver en esos fragmentos orgánicos de hace doce siglos lo que he visto”, afirma el profesor Linoli. “Ante estos prodigios inexplicables la ciencia se rinde, y al hacerlo no puede por menos que confirmar...”.
 
Nada más concluir las investigaciones envió un brevísimo telegrama a los franciscanos: “In principio erat Verbum et Verbum Caro factum est”.
  

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